Salta es una ciudad Argentina que sorprende. Una
arquitectura bastante colonial y mucho movimiento de gente. Es muy agradable
estar aquí. Hemos venido para la fiesta de la virgen de milagro, no para rezar
sino para intentar vender a los feligreses que se presume van a ser muchos, ya
que es una de las grandes peregrinaciones en Argentina.
Aparcamos a dos cuadras de la catedral después de dar muchas
vueltas. Nos encerramos en la furgo para organizar el maletín con la bisutería,
que va a llevar Andrea y una mochila con unos libros que quiero vender yo, un
pareo para tirar en el suelo, más bisutería para exponer y una de las sillas
que quiero vender, esta no va en la mochila sino que me la cuelgo de un hombro
como si fuera un bolso. Nada más bajar aparece una controladora de parking.
-
Hola, esta zona es de pago, son tres pesos.
-
Vale – le digo mientras busco el dinero, es una
chica joven y se me enciende la bombilla – Toma aquí están. Tu que eres una
chica guapa seguro que te vendrían bien unos pendientes.
-
¿Cómo?
-
Sí, que tenemos unos aros preciosos que te van a
quedar la mar de bien.
Andrea que está pendiente la abre el maletín en sus narices
y la chica reacciona como cualquier mujer coqueta – Ohh que bonito – Total que
se lleva unos pendientes y ya hemos roto el hielo.
Mientras cerramos el maletín aparece un grupo de tres chicas
caminando, como estamos en racha me lanzo.
-
Hola chicas echar un ojo que tenemos unas cosas
preciosas.
Las dos primeras me miran a mí, y como tengo mala pinta
rechazan amablemente, pero la tercera ha visto el maletín.
-
Esperadme un momento que voy a mirar – le dice a
las amigas.
Se empieza a probar los más caros y cada vez que pregunta
precio se raja, ya veo que se va a escapar y cuando pregunta por unos que
tenemos a 15 pesos la doy el golpe definitivo.
-
Con ese cuello tan bonito que tienes esos te van
mucho.
Bingo, saca la cartera y paga.
Ya no viene nadie más, recogemos y nos encaminamos a la
plaza. Cuando llegamos está hasta arriba de feligreses rezando novenas. Yo no
sabía lo que era, todos llevan un librito y a cada campanada recitan una
plegaria. Me relamo al ver tanta gente. Andrea abre el maletín y nos separamos,
ella se queda en esa esquina y yo voy a echar un vistazo a ver dónde tiran el
paño los otros vendedores. Cuando llevo un rato caminando empiezo a mosquearme,
no hay casi vendedores, yo creo que no vamos a poder poner un puesto. Doy la
vuelta y me dirijo donde he dejado a Andrea. Enseguida la veo, está hablando
con un hombre que tiene una identificación en la camisa. El maletín está
abierto en el suelo. Me presento y leo la identificación. Ayuntamiento de
Salta, control de comercio. Mierda puta.
-
Le estaba diciendo a su mujer que está prohibido
vender aquí.
-
Ah, lo siento no sabíamos, si usted nos indica
en que parte podemos ponernos no tenemos ningún problema en instalarnos allí.
-
La realidad es que en el centro está prohibido –
Veo como se acerca una chica al maletín y se pone a mirar – No van a poder en ningún sitio.
Le tengo que dar conversación porque esa va a comprar algo.
Y como el funcionario no está cabreado ni tiene pinta de quitarnos la mercancía
le tiro de la lengua.
-
Entiendo que no es una labor muy grata la suya.
-
No la gente nos pone a parir y muchos se enfadan
bastante cuando les pedimos que desalojen.
-
Claro, yo también estaba en un trabajo para
aguantar tortas y …
En cuanto Andrea cobra la insto a recoger rápido lo cual el
hombre agradece y nos da una pista – lo que no podéis hacer es pararos en un
sitio, en movimiento es difícil que os digamos algo – Eso hacemos, empezamos a
caminar lento. Andrea con el maletín abierto ofreciendo a chicas y mujeres, con
bastante éxito. Yo saco tres libros de la mochila y los llevo en la mano
colocados en abanico. Cada vez que paso cerca de alguno con pinta de lector le
hago un gesto y le enseño los libros, éxito cero. Al principio deben pensar que
les hago proposiciones o algo así, luego cuando ven los libros declinan con un
simple no gracias y una sonrisa.
La suerte ha cambiado, hace más de una hora que deambulamos
y no conseguimos una venta. Y ya casi no queda gente. Vamos a una zona de
restaurantes, pero tampoco vendemos nada. Ya que estamos aquí nos metemos en uno
con pinta de barato y curioseamos la carta. Enseguida sale la dueña de detrás
de la barra, bajita, regordeta con el pelo muy rizado y cara de lista.
-
Habéis entrado aquí a vender sin permiso, ahora
me tenéis que regalar algo – reímos los dos forzadamente como diciendo tú estás
loca o que. Pero ella se sienta delante del maletín y empieza a preguntar – y
estos conjuntos ¿cuánto valen?
-
Estos tres sesenta y este otro setenta – le
contesta Andrea.
-
Uuuuh, que caro. Y a cuanto me dejas los cuatro
– y me mira de reojo guiñándome un ojo.
-
Pues no sé el de las cuentas es mi marido.
Yo hago rápido cuentas y me decido tirando un poco a lo
bajo.
-
Los cuatro te los puedo dejar a doscientos.
-
Uuuuuh, mucho me parece. Y estos – señala otros
pendientes de piedra.
-
Esos valen treinta – contesta Andrea.
-
Uuuuuh, y estos – y vuelve a guiñarme el ojo, a
mí ya me está poniendo nervioso y no sé si quiere comprar o solo cachondearse.
-
Esos también valen treinta pero te los puedo
dejar a veinticinco – contesto yo esta vez.
-
¿Cuánto va entonces?
-
¿Cómo? – pregunto sorprendido.
-
Si los conjuntos y los dos aros por los que he
preguntado, tú eras el de las cuentas ¿no?
-
Claro, claro, serían doscientos cincuenta.
-
Y estos, y estos, y estos, y ahora cuanto va.
-
Trescientos veinticinco – ya hablo muy bajito,
porque no me lo acabo de creer.
-
Bueno pues para redondear añade estos dos pares
también. ¿Cuánto entonces?
-
Trescientos setentaicinco.
-
Corre mételos todos juntos en una bolsita antes
de que lo vea mi marido.
Se los lleva detrás de la barra y Andrea y yo nos miramos
con cara de tontos – no celebres todavía que no nos ha pagado todavía – pero al
momento vuelve con el dinero.
Por supuesto que cenamos allí, estaba muy bueno y encima nos
hizo rebaja. Santa mujer.