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Las puertas del paraíso

La frontera de Perú con Ecuador es un puente sobre un río, para entrar en Ecuador se hacen los trámites en suelo ecuatoriano y para ir a Perú del peruano. Como íbamos desde el sur nos tocó hacerlos del lado ecuatoriano. Siempre las aduanas son un asco, aunque estén muy limpias como esta, tienes que esperar y a veces hasta pagar. Entramos y después de entregar la salida y conseguir el sello de los peruanos nos ponemos a la cola de entrada en Ecuador. Larga cola porque son muy meticulosos, por fin nos toca, nuestro interlocutor parece amable, un tipo con gafitas, canoso, repeinado y serio. Le tiro un par de bromas para suavizar y el tipo responde sonriendo mientras va metiendo todos los datos en el sistema. Ya con el sello en la mano mira la primera página y veo que cuenta con los dedos y me dice,
  • -    Su pasaporte caduca en agosto, no puedo dejarle entrar con menos de seis meses de vigencia.
  • -    Como!! Pero si me quedan todavía más de cuatro meses de vigencia.
  • -    Es política de Ecuador no dejar pasar a extranjeros que se les vaya a caducar el pasaporte antes de los próximos seis meses. No va a entrar, usted tiene que anular la salida de Perú porque no se puede quedar sin estar en ningún país.

Me entran los siete males, este hijoputa con su carita de hombre bueno me va a joder, además veo en sus ojos como disfruta, me está diciendo con su mente te jodes europeo, eso por no dejar entrar a los nuestros libremente allí, como si yo tuviera la culpa. Empiezo a ponerle mil escusas y muy amablemente me dice que hay mucha gente y que el solo cumple con su trabajo que hable con su supervisora en la mesa de atrás. La supervisora sí que tiene cara de perra, por eso será supervisora y ya me está diciendo que no antes de que llegue.
Diez minutos más tarde estoy saliendo por la puerta sin haber entrado en Ecuador, con Andrea con el sello de entrada y con la furgoneta en el limbo, la salida hecha pero sin entrada a ningún sitio. Se me ocurre que si ha entrado a las ocho de la mañana tendrá que salir a las cuatro y quién sabe si otro funcionario será menos celoso de su trabajo y no me mirará la vigencia y se pondrá a contar, le tendría que haber arrancado los dedos seguro que me hubieran puesto el sello para ir al calabozo ecuatoriano.
Hacer tiempo en una frontera siempre es raro, toda la gente pasa, no se ponen a curiosear, como yo, los policías te miran, eres sospechoso simplemente por estar allí más tiempo de la cuenta.
Por fin llegan las cuatro y cinco y voy a la oficina otra vez, el cabronazo sigue allí, me voy a tener que ir hasta Lima a 1300 km para tramitar un pasaporte nuevo que a saber cuándo llega y Lima es un infierno, seguro que me comen allí y no dejan ni los huesos. Me pongo en la cola de salida del Perú para invalidar la que me dieron, cuando me toca hablo con el funcionario,
  • -          No me han dejado entrar porque me falta vigencia.
  • -          Jajaja, estos ecuatorianos son muy estrictos.
  • -          No será pata tuya y me echas una manita para que me selle.
  • -          Noooo, estos no nos quieren nada, son raros, cual ha sido?
  • -          El de gafas
  • -          Uuuhh, ese es el peor de todos.
  • -          Oye y si espero al cambio de turno y lo intento con otro funcionario, porque no creo que les tengan trabajando  veinticuatro horas.
  • -          No sé – y  se sonríe – yo no puedo decirte que hagas eso – y me sigue sonriendo – cambiamos de turno a las ocho – y me estampa el sello que invalida la salida de Perú,  ya estoy en Perú de nuevo, Andrea en  Ecuador y la furgo en ninguno de los dos.

Va a tocar esperar cuatro horitas para el siguiente intento. Lo hacemos en el lado peruano, así no somos muy vistos.
Ya de vuelta a la sede ecuatoriana respiro varias veces antes de salir de la furgo, camino lento hasta la puerta de la oficina y miro desde fuera. El gafas cabrón ya se ha ido, todo son mujeres, entro. Me voy derecho a la ventanilla del lado peruano,
  • -          Buenas noches – le digo mientras le entrego el boleto invalidado – está invalidado porque se me olvidó una cámara de fotos en Máncora y tuve que volver antes de acabar la entrada.
    Mira el boleto, coge el pasaporte, lo abre por la página de la foto, me mira, mira a la compañera ecuatoriana.

  • -          Este pasaporte caduca en agosto, no tiene los seis meses de vigencia, le vais a dejar entrar?

Noooooooooooo, me dan ganas de desmayarme ahí mismo. Me devuelve el pasaporte.
  • -          Si ellos te dejan entrar yo te pongo el sello de salida de Perú, pero no te van a dejar.

Mi cara es un poema, me voy a la ventanilla de Ecuador donde su rubia funcionaria ya me va diciendo que no con la cabeza, se lo ruego, niega, se lo pido por favor, niega, ya le pido explicaciones, se empieza a cansar y arranca una hoja que tiene pegada en la ventanilla y me la da,
  • -          Ahí están las normas donde lo dice y sino en el cartel de la entrada – leo el papel y no lo pone, me voy al cartel y tampoco.

En ese momento se abre la puerta y asoma Andrea, con la mirada la expulso de la sala. Vuelvo a la ventanilla.
  • -          Eso no lo pone en ningún sitio.
  • -          Pues son las normas aunque no aparezca ahí.
  • -          Por favor, que son 1300km a lima – creo que la ha dado algo de pena, ha mirado a la compañera – por favor, que yo tuve una novia ecuatoriana y no me quiso traer, y desde entonces siempre he querido venir – está sonriendo.
  • -          Que traidora, y porque no lo trajo, no le quería a usted?
  • -          Siii, pero bueno no se dio. Ella es de Manabí, me han dicho que allí las playas y la comida son estupendas.
  • -          Mi supervisora es manabita – y mira a su compañera. Es una chica guapísima, nos sonreímos. Le pongo cara de cordero degollado.
  • -          Por favor no me hagas hacer el camino hasta lima, es muy lejos, Cuenca está aquí al lado – sigo con mi carita de pena.
  • -          Hay alguna manera de dejarle pasar? – le pregunta a la jefa, yo con la mirada le digo todo.
  • -          Usted se compromete a ir a renovar antes de salir de Ecuador.
  • -          Siiii, por supuesto, si hay que firmar un documento lo firmo, por favor, que guapas son ustedes.
  • -          Vaya a la ventanilla peruana y que le pongan el sello de salida.


Me dan ganas de besarlas, de agradecimiento y porque son bonitas de verdad. La peruana me estampa el sello sin problema. Le doy mi pasaporte a la rubia ecuatoriana y la sonrío con agradecimiento, pone el sello y me desea feliz viaje. Y por fin se abren las puertas del paraíso.

Ciclista de la luna llena

La luna llena ilumina la parte de las calles donde no llega la luz de las farolas. Son las cuatro de la madrugada y gran parte de la ciudad de Buenos Aires duerme. Yo voy montando en bici por el barrio de Palermo y aquí están todos despiertos. Pedaleo en la marcha corta, a paso de persona y observo como la gente se divierte. La mayoría no llega a los treinta años. Las chicas van muy guapas, con demasiado maquillaje pero supongo que es la juventud, ellos les dicen cosas, les hacen reír. Es el juego de seducción que se despliega en la noche porteña. Le digo hola guapa a una chica que va a cruzar sin mirar, se sorprende y me sonríe, yo también la sonrío y sigo mi camino.
No entiendo como los medios de comunicación están todo el día jodiendo con el tema de la inseguridad. Con toda esta gente en la calle y lo máximo que pasa es que se peguen un par de borrachos.
Me voy alejando del barullo y la noche me envuelve. Esta es una ciudad perfecta para montar en bicicleta, es casi plana, sus cuestas no te hacen esforzar mucho cuando las subes y sí que te dejan bajarlas sin pedalear. Por supuesto es mucho más gozosa por la noche que de día, con todo el tráfico infernal. Aunque claro cómo están todo el día machacando con los asaltos, no hay casi nadie disfrutando una velada como esta.
Sigo disfrutando de la tranquilidad de la madrugada, pedaleando delante de las casas unifamiliares que son mayoría en capital. Viendo la luna llena que asoma entre las copas de los árboles. Cuatro cartoneros están vendiendo su carga a un camión, nos miramos, evaluamos y descartamos el peligro que podríamos suponer los unos para el otro. En Buenos Aires es muy habitual ver gente tirando de un carro que se va llenando de cartón, y a estas horas los camiones pasan por distintos puntos para recoger esa carga y pagar por ella.
Una ligera bajada hace que deje de pedalear, como tiene arboles grandes me deslizo silencioso en la oscuridad a la sombra de la luna, soy una brisa nocturna. Al final de la cuadra un taxi para y se baja una chica. Meto el cambio largo que suena como un chasquido en el silencio de la cuidad, pero solo lo oigo yo. La chica ni se da cuenta que me acerco, cuando paso por su lado saco la mano derecha y con un breve tirón me quedo con su bolso. En dos pedaladas estoy a quince metros, a cincuenta metros escucho el primer grito chooooorro hijo de puta, ayuuudaa, en seguida llego al final de la cuadra y giro, los gritos se apagan y desaparezco en la tranquilidad de la noche.

Fotos 3

 Atardecer en el Chaco, Paraguay

 Carretera Transchaco, Paraguay

Rio Pilcomayo, Villamontes, Bolivia

Tina termal, Villamontes, Bolivia

Lapacho

Santa Cruz, Bolivia

Cerca de San Javier, Chiquitanía, Bolivia

Concepción, Bolivia

Comidas bolivianas

El Beni, Bolivia

Niños trabajando, Bolivia

Cuatro en una

El Prota

 La Prota

Altiplano Argentino cerca de La Quiaca

En to lo alto

Salina Grande, Argentina


Mano del desierto, Desierto de Atacama Chile

Señor Aconcagua 6962 m

Negocios en la calle

Estoy sentado en el Paseo Sarmiento de Mendoza. Es una calle peatonal. Andrea ha subido a concertar una entrevista con la Cámara de Comercio para intentar venderles unos cursos de idiomas. Yo me relajo en un banco bajo la sombra de una enredadera.
Enfrente mío tengo cinco individuos. Cuatro de ellos se reparten una Coca-Cola en vasitos, son unos desgraciaditos que en un par de horas se repartirán el cartón de vino. El otro, trajeado hasta las cejas, es el que ha traído la Coca-Cola y los vasitos. No para de hablarles mientras los otros le sonríen y beben. Trajes saca unos papeles del bolsillo y un bolígrafo. Se lo da a uno de ellos. Les da unas cuantas explicaciones más y se va. Los otros miran un momento como se va y sonríen, risitas nerviosas entre ellos. Trajes se ha metido en un banco que hay en la esquina. Los chicos se han puesto de acuerdo en quien va a escribir y en quien va a servir la Coca-Cola. Se aplican a ello. Algo falla porque se empiezan a pasar el boli de unos a otros. El escribano se levanta y se me acerca, yo hago como si no llevara diez minutos mirando.
-          Perdone, tiene una lapicera.
-          No,  lo siento.
-          Vale, adiós.
Se vuelve con el grupo. De repente vuelve trajes. Todos sonríen mimosos y el escribano le cuenta que no pinta la lapicera. Trajes le da unas palmaditas se abre la chaqueta y le da otra. Acto seguido saca un fajo de billetes de cien, más pequeño que el que acabábamos de cambiar, que era de 8000, serían unos 4000, mil para cada uno. Se lo da al camarero que ya no sirve Coca-Cola. Mientras, escribano ya ha acabado y le entrega los papeles. Trajes los mira serio y todos quedan expectantes. Por fin sonríe, les da la mano uno por uno y se va. Los desgraciados le siguen con la mirada hasta que desaparece y festejan. Se lo reparten allí mismo y se van juntos y felices.

Hay me quedo yo, preguntándome qué ha pasado. Tendrá que ver que el domingo hay elecciones?

Traficando con billeteras

La Cañada de Humahuaca es un valle ancho que viniendo desde Salta empieza a 2000 metros de altura y llega casi a 4000. Hacemos campamento en Tilcara. El paisaje es cuando menos extraño, crecen unos cactus de unos 3 metros y unos pocos árboles retorcidos. Lo que más llama la atención es el color de la tierra. No es uniforme y en unos sitios es casi blanca, en otros rosa y también verde o casi negro. Corre un viento constante que te corta los labios y hace mucho frio. Vamos a remontar todo el valle para llegar a la frontera donde queremos comprar más artesanías con el dinero que hemos hecho de la venta y así tener más stock. Recorremos los ciento cincuenta kilómetros despacito mirando este paisaje raro y bebiendo limonada para prevenir el mal de altura. Es difícil de creer que se pueda vivir aquí pero hay bastantes pueblitos. La sorpresa es total cuando en el punto más alto por el que pasamos hay dunas tipo Sahara. Y la carretera desaparece por las tormentas de arena que atravesamos. Por fin llegamos, mi plan es no cruzar porque los bolivianos nos van a intentar sacar dinero. Por eso nos dirigimos al mercado de La Quiaca (ciudad del lado argentino), pero no hay nada. Preguntamos a una señora
-          ¿Perdone sabe dónde se puede comprar algo de aguayo?
-          De este lado no hay, hay que ir a Villazon.
-          Y queda muy lejos.
-          No, son diez minutos a pie.
Resignado aparco la furgo delante de la comisaría y nos dirigimos a la frontera. Esta es un puente sobre un rio seco. Antes de pasar tropezamos con unos argentinos que van cargados de paquetes, nos comentan que no hace falta ni mostrar el pasaporte – te metes por un ladito y pasas como si nada, y al volver igual – ya estamos con los trapicheos. Seguro que nos dicen algo o nos multan o dios sabe qué.
Acojonados vamos hacia el puente, el puesto de control está situado en el lado izquierdo y frente a él discurre una acera. Con las orejas gachas caminamos en fila mirando para el lado contrario del puesto y pasamos, nadie nos para ni nos dice nada. En 20 metros hemos entrado en Bolivia y se nota. Montones de mercadería en medio de la calle, mucha gente transitando y todo son tienditas de menos de 10 metros cuadrados. Empezamos a preguntar. En las cinco o seis tiendas primeras se repite la conversación.
-          Hola, ¿cuánto valen estas cartucheras?
-          Diez.
-          ¿Y si llevo cantidad?
-          Te las puedo dejar a 60 la docena.
-          Eso es mucho, me las dejas a 35.
-          No – aquí los bolivianos son coyas, pequeños con cara hostil, muy callados y con el bolo de coca en el carrillo. Tanto ellos como ellas.
-          Venga rebájame algo que me llevo dos docenas.
-          24 a 110.
Una vez que nos hemos hecho una idea de los precios trazamos un plan. Queremos comprar cartucheras, billeteras, bolsitos de un tejido que se llama puyo… Definimos los precios que queremos pagar y nos lanzamos a pegarnos con los coyas.
-          Hola, esos bolsos que me decías a 200 los diez, ¿me los dejas a 150?
-          No, es muy poco.
-          Venga, a 170 – le enseño el dinero.
Rumia un poco el bolo y asiente con la cabeza. Nos ponemos a elegir los colores bajo su mirada hosca, cuando ya tenemos ocho seleccionados empieza a negar con la cabeza.
-          No les vendo, váyanse.
-          Pero hombre si habíamos llegado a un acuerdo.
-          No, váyanse.
Nos vamos, entramos a la siguiente y conseguimos mejor precio, 12 a 200. Según vamos entrando y saliendo de las tiendas se nos va haciendo más fácil. Yo creo que nos ven y saben que vamos a acabar comprando a otro, entonces ceden más.
Al final hemos gastado 800 pesos y tenemos cinco bolsones de mercadería. Ahora toca volver. Da miedo porque supuestamente no hemos entrado y encima llevamos mucha mercadería y deberíamos pagar un impuesto. Como si fuéramos traficantes nos metemos carteras, billeteras y cartucheras en los calzoncillos, por las mangas de la camisa, sujetos con los calcetines y nos dejamos dos bolsitas para parecer turistas que han hecho unas compras. Volvemos a pasar por un ladito con cara de perro apaleado y con movimientos lentos no se vaya a caer algo. Son veinte metros. No puedo resistirme y miro de reojillo a la garita del guardia, pero no hay guardia. Pasamos. Nos metemos en la furgoneta y repartimos la mercadería entre los armarios. Pero nadie nos revisa en el control de salida de La Quiaca

Hemos ganado. Ya somos artesotraficantes.

Vendedores andantes

Salta es una ciudad Argentina que sorprende. Una arquitectura bastante colonial y mucho movimiento de gente. Es muy agradable estar aquí. Hemos venido para la fiesta de la virgen de milagro, no para rezar sino para intentar vender a los feligreses que se presume van a ser muchos, ya que es una de las grandes peregrinaciones en Argentina.
Aparcamos a dos cuadras de la catedral después de dar muchas vueltas. Nos encerramos en la furgo para organizar el maletín con la bisutería, que va a llevar Andrea y una mochila con unos libros que quiero vender yo, un pareo para tirar en el suelo, más bisutería para exponer y una de las sillas que quiero vender, esta no va en la mochila sino que me la cuelgo de un hombro como si fuera un bolso. Nada más bajar aparece una controladora de parking.
-          Hola, esta zona es de pago, son tres pesos.
-          Vale – le digo mientras busco el dinero, es una chica joven y se me enciende la bombilla – Toma aquí están. Tu que eres una chica guapa seguro que te vendrían bien unos pendientes.
-          ¿Cómo?
-          Sí, que tenemos unos aros preciosos que te van a quedar la mar de bien.
Andrea que está pendiente la abre el maletín en sus narices y la chica reacciona como cualquier mujer coqueta – Ohh que bonito – Total que se lleva unos pendientes y ya hemos roto el hielo.
Mientras cerramos el maletín aparece un grupo de tres chicas caminando, como estamos en racha me lanzo.
-          Hola chicas echar un ojo que tenemos unas cosas preciosas.
Las dos primeras me miran a mí, y como tengo mala pinta rechazan amablemente, pero la tercera ha visto el maletín.
-          Esperadme un momento que voy a mirar – le dice a las amigas.
Se empieza a probar los más caros y cada vez que pregunta precio se raja, ya veo que se va a escapar y cuando pregunta por unos que tenemos a 15 pesos la doy el golpe definitivo.
-          Con ese cuello tan bonito que tienes esos te van mucho.
Bingo, saca la cartera y paga.
Ya no viene nadie más, recogemos y nos encaminamos a la plaza. Cuando llegamos está hasta arriba de feligreses rezando novenas. Yo no sabía lo que era, todos llevan un librito y a cada campanada recitan una plegaria. Me relamo al ver tanta gente. Andrea abre el maletín y nos separamos, ella se queda en esa esquina y yo voy a echar un vistazo a ver dónde tiran el paño los otros vendedores. Cuando llevo un rato caminando empiezo a mosquearme, no hay casi vendedores, yo creo que no vamos a poder poner un puesto. Doy la vuelta y me dirijo donde he dejado a Andrea. Enseguida la veo, está hablando con un hombre que tiene una identificación en la camisa. El maletín está abierto en el suelo. Me presento y leo la identificación. Ayuntamiento de Salta, control de comercio. Mierda puta.
-          Le estaba diciendo a su mujer que está prohibido vender aquí.
-          Ah, lo siento no sabíamos, si usted nos indica en que parte podemos ponernos no tenemos ningún problema en instalarnos allí.
-          La realidad es que en el centro está prohibido – Veo como se acerca una chica al maletín y se pone a mirar –  No van a poder en ningún sitio.
Le tengo que dar conversación porque esa va a comprar algo. Y como el funcionario no está cabreado ni tiene pinta de quitarnos la mercancía le tiro de la lengua.
-          Entiendo que no es una labor muy grata la suya.
-          No la gente nos pone a parir y muchos se enfadan bastante cuando les pedimos que desalojen.
-          Claro, yo también estaba en un trabajo para aguantar tortas y …
En cuanto Andrea cobra la insto a recoger rápido lo cual el hombre agradece y nos da una pista – lo que no podéis hacer es pararos en un sitio, en movimiento es difícil que os digamos algo – Eso hacemos, empezamos a caminar lento. Andrea con el maletín abierto ofreciendo a chicas y mujeres, con bastante éxito. Yo saco tres libros de la mochila y los llevo en la mano colocados en abanico. Cada vez que paso cerca de alguno con pinta de lector le hago un gesto y le enseño los libros, éxito cero. Al principio deben pensar que les hago proposiciones o algo así, luego cuando ven los libros declinan con un simple no gracias y una sonrisa.
La suerte ha cambiado, hace más de una hora que deambulamos y no conseguimos una venta. Y ya casi no queda gente. Vamos a una zona de restaurantes, pero tampoco vendemos nada. Ya que estamos aquí nos metemos en uno con pinta de barato y curioseamos la carta. Enseguida sale la dueña de detrás de la barra, bajita, regordeta con el pelo muy rizado y cara de lista.
-          Habéis entrado aquí a vender sin permiso, ahora me tenéis que regalar algo – reímos los dos forzadamente como diciendo tú estás loca o que. Pero ella se sienta delante del maletín y empieza a preguntar – y estos conjuntos ¿cuánto valen?
-          Estos tres sesenta y este otro setenta – le contesta Andrea.
-          Uuuuh, que caro. Y a cuanto me dejas los cuatro – y me mira de reojo guiñándome un ojo.
-          Pues no sé el de las cuentas es mi marido.
Yo hago rápido cuentas y me decido tirando un poco a lo bajo.
-          Los cuatro te los puedo dejar a doscientos.
-          Uuuuuh, mucho me parece. Y estos – señala otros pendientes de piedra.
-          Esos valen treinta – contesta Andrea.
-          Uuuuuh, y estos – y vuelve a guiñarme el ojo, a mí ya me está poniendo nervioso y no sé si quiere comprar o solo cachondearse.
-          Esos también valen treinta pero te los puedo dejar a veinticinco – contesto yo esta vez.
-          ¿Cuánto va entonces?
-          ¿Cómo? – pregunto sorprendido.
-          Si los conjuntos y los dos aros por los que he preguntado, tú eras el de las cuentas ¿no?
-          Claro, claro, serían doscientos cincuenta.
-          Y estos, y estos, y estos, y ahora cuanto va.
-          Trescientos veinticinco – ya hablo muy bajito, porque no me lo acabo de creer.
-          Bueno pues para redondear añade estos dos pares también. ¿Cuánto entonces?
-          Trescientos setentaicinco.
-          Corre mételos todos juntos en una bolsita antes de que lo vea mi marido.
Se los lleva detrás de la barra y Andrea y yo nos miramos con cara de tontos – no celebres todavía que no nos ha pagado todavía – pero al momento vuelve con el dinero.

Por supuesto que cenamos allí, estaba muy bueno y encima nos hizo rebaja. Santa mujer.

Bufeos

Trinidad es una ciudad fea, arisca, con una plaza central llena de vendedores ambulantes. Eso sí los zumos que hacen están buenísimos y de yapa (de regalo) te dan otro vaso. Nos enteramos que cerca en el rio Mamoré se pueden ver Bufeos, delfines de río. Este rio va cambiando su cauce en cada crecida, hace diez años pasaba por Puerto Varador y ahora lo hace 10 km más allá. A donde llegamos es un lugar de cruce. Como existe un desnivel de unos 15 metros, desde la orilla al río han escavado unas rampas por las que entran y salen los vehículos que quieren cruzar. También corretean cerdos, perros, cabras y unos cuantos vendedores. Esta es la ruta que une Trinidad con La Paz por lo que pasan bastantes camiones. Hay dos tipos de barcos, todos con muy mala pinta. En unos pasan camiones y coches, y en los otros más pequeños motos. Como no hay nada para hacer turismo preguntamos a un grupo de gente.
-          Hola ¿sabéis si se pueden ver bufeos y si alguien nos puede llevar?
-          Uno mufeo hay aquí – nos dice una chica señalando a un compañero, todos reímos.
Al final conseguimos que una de las embarcaciones que llevan motos nos dé una vuelta para intentar avistar alguno. Sorprende mucho que los ayudantes son tres chicos. Dos de ocho años y el tercero, que más que ayudar acompaña, de cinco. Martín es el más espabilado.
-          Hola – le saluda Andrea - ¿trabajas aquí?
-          Sí, mi madre me ha dado permiso.
-          Pero eres un poco chiquito ¿no?
-          Ya tengo ocho años, además me pagan 10 bs. Y ya tengo ahorrados 180.
-          Ala, cuánto dinero y ¿qué vas a hacer con tanta plata?
-          Le voy a comprar una chamarrita a mi hermanita recién nacida y lo que me sobre es para ir a jugar a la compu.
-          Muy bien, y ese chico que te ayuda es más pequeño que tú ¿no?
-          No, también tiene ocho pero es bajito. Es que su padre es muy peticito – y ríe.
-          ¿Y has visto muchos bufeos?
-          Si, y una vez vi una sirena que se peinaba con un peine de oro.
-          ¿Y era guapa?
-          Si muy guapa.
-          ¿Tanto como yo?
-          Si – contesta con cara de pícaro.

Yo mientras voy dejándome los ojos por si veo algún delfín. De repente a mi lado aparece un lomo gris rosado, inmediatamente después salen dos un poco más atrás. Son grandes más grises que rosas pero da igual. Los dos babeamos y el capitán sonríe ya ha acabado el tour.