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Negocios en la calle

Estoy sentado en el Paseo Sarmiento de Mendoza. Es una calle peatonal. Andrea ha subido a concertar una entrevista con la Cámara de Comercio para intentar venderles unos cursos de idiomas. Yo me relajo en un banco bajo la sombra de una enredadera.
Enfrente mío tengo cinco individuos. Cuatro de ellos se reparten una Coca-Cola en vasitos, son unos desgraciaditos que en un par de horas se repartirán el cartón de vino. El otro, trajeado hasta las cejas, es el que ha traído la Coca-Cola y los vasitos. No para de hablarles mientras los otros le sonríen y beben. Trajes saca unos papeles del bolsillo y un bolígrafo. Se lo da a uno de ellos. Les da unas cuantas explicaciones más y se va. Los otros miran un momento como se va y sonríen, risitas nerviosas entre ellos. Trajes se ha metido en un banco que hay en la esquina. Los chicos se han puesto de acuerdo en quien va a escribir y en quien va a servir la Coca-Cola. Se aplican a ello. Algo falla porque se empiezan a pasar el boli de unos a otros. El escribano se levanta y se me acerca, yo hago como si no llevara diez minutos mirando.
-          Perdone, tiene una lapicera.
-          No,  lo siento.
-          Vale, adiós.
Se vuelve con el grupo. De repente vuelve trajes. Todos sonríen mimosos y el escribano le cuenta que no pinta la lapicera. Trajes le da unas palmaditas se abre la chaqueta y le da otra. Acto seguido saca un fajo de billetes de cien, más pequeño que el que acabábamos de cambiar, que era de 8000, serían unos 4000, mil para cada uno. Se lo da al camarero que ya no sirve Coca-Cola. Mientras, escribano ya ha acabado y le entrega los papeles. Trajes los mira serio y todos quedan expectantes. Por fin sonríe, les da la mano uno por uno y se va. Los desgraciados le siguen con la mirada hasta que desaparece y festejan. Se lo reparten allí mismo y se van juntos y felices.

Hay me quedo yo, preguntándome qué ha pasado. Tendrá que ver que el domingo hay elecciones?

Traficando con billeteras

La Cañada de Humahuaca es un valle ancho que viniendo desde Salta empieza a 2000 metros de altura y llega casi a 4000. Hacemos campamento en Tilcara. El paisaje es cuando menos extraño, crecen unos cactus de unos 3 metros y unos pocos árboles retorcidos. Lo que más llama la atención es el color de la tierra. No es uniforme y en unos sitios es casi blanca, en otros rosa y también verde o casi negro. Corre un viento constante que te corta los labios y hace mucho frio. Vamos a remontar todo el valle para llegar a la frontera donde queremos comprar más artesanías con el dinero que hemos hecho de la venta y así tener más stock. Recorremos los ciento cincuenta kilómetros despacito mirando este paisaje raro y bebiendo limonada para prevenir el mal de altura. Es difícil de creer que se pueda vivir aquí pero hay bastantes pueblitos. La sorpresa es total cuando en el punto más alto por el que pasamos hay dunas tipo Sahara. Y la carretera desaparece por las tormentas de arena que atravesamos. Por fin llegamos, mi plan es no cruzar porque los bolivianos nos van a intentar sacar dinero. Por eso nos dirigimos al mercado de La Quiaca (ciudad del lado argentino), pero no hay nada. Preguntamos a una señora
-          ¿Perdone sabe dónde se puede comprar algo de aguayo?
-          De este lado no hay, hay que ir a Villazon.
-          Y queda muy lejos.
-          No, son diez minutos a pie.
Resignado aparco la furgo delante de la comisaría y nos dirigimos a la frontera. Esta es un puente sobre un rio seco. Antes de pasar tropezamos con unos argentinos que van cargados de paquetes, nos comentan que no hace falta ni mostrar el pasaporte – te metes por un ladito y pasas como si nada, y al volver igual – ya estamos con los trapicheos. Seguro que nos dicen algo o nos multan o dios sabe qué.
Acojonados vamos hacia el puente, el puesto de control está situado en el lado izquierdo y frente a él discurre una acera. Con las orejas gachas caminamos en fila mirando para el lado contrario del puesto y pasamos, nadie nos para ni nos dice nada. En 20 metros hemos entrado en Bolivia y se nota. Montones de mercadería en medio de la calle, mucha gente transitando y todo son tienditas de menos de 10 metros cuadrados. Empezamos a preguntar. En las cinco o seis tiendas primeras se repite la conversación.
-          Hola, ¿cuánto valen estas cartucheras?
-          Diez.
-          ¿Y si llevo cantidad?
-          Te las puedo dejar a 60 la docena.
-          Eso es mucho, me las dejas a 35.
-          No – aquí los bolivianos son coyas, pequeños con cara hostil, muy callados y con el bolo de coca en el carrillo. Tanto ellos como ellas.
-          Venga rebájame algo que me llevo dos docenas.
-          24 a 110.
Una vez que nos hemos hecho una idea de los precios trazamos un plan. Queremos comprar cartucheras, billeteras, bolsitos de un tejido que se llama puyo… Definimos los precios que queremos pagar y nos lanzamos a pegarnos con los coyas.
-          Hola, esos bolsos que me decías a 200 los diez, ¿me los dejas a 150?
-          No, es muy poco.
-          Venga, a 170 – le enseño el dinero.
Rumia un poco el bolo y asiente con la cabeza. Nos ponemos a elegir los colores bajo su mirada hosca, cuando ya tenemos ocho seleccionados empieza a negar con la cabeza.
-          No les vendo, váyanse.
-          Pero hombre si habíamos llegado a un acuerdo.
-          No, váyanse.
Nos vamos, entramos a la siguiente y conseguimos mejor precio, 12 a 200. Según vamos entrando y saliendo de las tiendas se nos va haciendo más fácil. Yo creo que nos ven y saben que vamos a acabar comprando a otro, entonces ceden más.
Al final hemos gastado 800 pesos y tenemos cinco bolsones de mercadería. Ahora toca volver. Da miedo porque supuestamente no hemos entrado y encima llevamos mucha mercadería y deberíamos pagar un impuesto. Como si fuéramos traficantes nos metemos carteras, billeteras y cartucheras en los calzoncillos, por las mangas de la camisa, sujetos con los calcetines y nos dejamos dos bolsitas para parecer turistas que han hecho unas compras. Volvemos a pasar por un ladito con cara de perro apaleado y con movimientos lentos no se vaya a caer algo. Son veinte metros. No puedo resistirme y miro de reojillo a la garita del guardia, pero no hay guardia. Pasamos. Nos metemos en la furgoneta y repartimos la mercadería entre los armarios. Pero nadie nos revisa en el control de salida de La Quiaca

Hemos ganado. Ya somos artesotraficantes.