La Cañada de Humahuaca es un valle ancho que viniendo desde
Salta empieza a 2000 metros de altura y llega casi a 4000. Hacemos campamento
en Tilcara. El paisaje es cuando menos extraño, crecen unos cactus de unos 3
metros y unos pocos árboles retorcidos. Lo que más llama la atención es el
color de la tierra. No es uniforme y en unos sitios es casi blanca, en otros
rosa y también verde o casi negro. Corre un viento constante que te corta los
labios y hace mucho frio. Vamos a remontar todo el valle para llegar a la
frontera donde queremos comprar más artesanías con el dinero que hemos hecho de
la venta y así tener más stock. Recorremos los ciento cincuenta kilómetros
despacito mirando este paisaje raro y bebiendo limonada para prevenir el mal de
altura. Es difícil de creer que se pueda vivir aquí pero hay bastantes
pueblitos. La sorpresa es total cuando en el punto más alto por el que pasamos
hay dunas tipo Sahara. Y la carretera desaparece por las tormentas de arena que
atravesamos. Por fin llegamos, mi plan es no cruzar porque los bolivianos nos
van a intentar sacar dinero. Por eso nos dirigimos al mercado de La Quiaca
(ciudad del lado argentino), pero no hay nada. Preguntamos a una señora
-
¿Perdone sabe dónde se puede comprar algo de
aguayo?
-
De este lado no hay, hay que ir a Villazon.
-
Y queda muy lejos.
-
No, son diez minutos a pie.
Resignado aparco la furgo delante de la comisaría y nos
dirigimos a la frontera. Esta es un puente sobre un rio seco. Antes de pasar
tropezamos con unos argentinos que van cargados de paquetes, nos comentan que
no hace falta ni mostrar el pasaporte – te metes por un ladito y pasas como si
nada, y al volver igual – ya estamos con los trapicheos. Seguro que nos dicen
algo o nos multan o dios sabe qué.
Acojonados vamos hacia el puente, el puesto de control está
situado en el lado izquierdo y frente a él discurre una acera. Con las orejas
gachas caminamos en fila mirando para el lado contrario del puesto y pasamos,
nadie nos para ni nos dice nada. En 20 metros hemos entrado en Bolivia y se
nota. Montones de mercadería en medio de la calle, mucha gente transitando y
todo son tienditas de menos de 10 metros cuadrados. Empezamos a preguntar. En
las cinco o seis tiendas primeras se repite la conversación.
-
Hola, ¿cuánto valen estas cartucheras?
-
Diez.
-
¿Y si llevo cantidad?
-
Te las puedo dejar a 60 la docena.
-
Eso es mucho, me las dejas a 35.
-
No – aquí los bolivianos son coyas, pequeños con
cara hostil, muy callados y con el bolo de coca en el carrillo. Tanto ellos
como ellas.
-
Venga rebájame algo que me llevo dos docenas.
-
24 a 110.
Una vez que nos hemos hecho una idea de los precios trazamos
un plan. Queremos comprar cartucheras, billeteras, bolsitos de un tejido que se
llama puyo… Definimos los precios que queremos pagar y nos lanzamos a pegarnos
con los coyas.
-
Hola, esos bolsos que me decías a 200 los diez,
¿me los dejas a 150?
-
No, es muy poco.
-
Venga, a 170 – le enseño el dinero.
Rumia un poco el bolo y asiente con la cabeza. Nos ponemos a
elegir los colores bajo su mirada hosca, cuando ya tenemos ocho seleccionados
empieza a negar con la cabeza.
-
No les vendo, váyanse.
-
Pero hombre si habíamos llegado a un acuerdo.
-
No, váyanse.
Nos vamos, entramos a la siguiente y conseguimos mejor
precio, 12 a 200. Según vamos entrando y saliendo de las tiendas se nos va
haciendo más fácil. Yo creo que nos ven y saben que vamos a acabar comprando a
otro, entonces ceden más.
Al final hemos gastado 800 pesos y tenemos cinco bolsones de
mercadería. Ahora toca volver. Da miedo porque supuestamente no hemos entrado y
encima llevamos mucha mercadería y deberíamos pagar un impuesto. Como si
fuéramos traficantes nos metemos carteras, billeteras y cartucheras en los
calzoncillos, por las mangas de la camisa, sujetos con los calcetines y nos
dejamos dos bolsitas para parecer turistas que han hecho unas compras. Volvemos
a pasar por un ladito con cara de perro apaleado y con movimientos lentos no se
vaya a caer algo. Son veinte metros. No puedo resistirme y miro de reojillo a
la garita del guardia, pero no hay guardia. Pasamos. Nos metemos en la
furgoneta y repartimos la mercadería entre los armarios. Pero nadie nos revisa
en el control de salida de La Quiaca
Hemos ganado. Ya somos artesotraficantes.